Por Eduardo Frontado Sánchez
En los tiempos que corren, se habla mucho de avances, de inteligencia artificial, de transformaciones políticas y sociales. Sin embargo, pocas veces se pone en el centro aquello que debería guiarnos: la psicología de lo humano. En lugar de alimentar disputas interminables y conflictos que nos desgastan, urge preguntarnos qué hemos ganado con cada confrontación y qué queda en pie después del ruido y la fractura. Lo humano está en juego, y con él, la posibilidad misma de convivencia.
Vivimos un momento en que los valores se tambalean. La mentira circula como moneda corriente, la descalificación se confunde con argumento, y la prisa con lucidez. La sociedad pareciera haber olvidado que convivir requiere normas mínimas de respeto, de pausa y de escucha. Sin esos elementos, lo que florece no es el entendimiento, sino la sospecha, la desconfianza y el resentimiento. Se repite que la tecnología nos acerca, pero la experiencia muestra otra cara: dependencia, intolerancia, burbujas de opinión. No es que los dispositivos sean culpables en sí, pero sí hemos delegado demasiado de nuestra vida relacional en ellos, y a veces el algoritmo termina decidiendo más que nuestra propia voluntad.
Podrá sonar ingenuo, pero el único camino posible sigue siendo el diálogo. Un diálogo real, no ese simulacro de gritos cruzados donde nadie escucha al otro. Dialogar implica reglas claras: reconocer al otro como válido, aceptar que podemos estar equivocados, y atrevernos a disentir sin destruirnos. Cuando esto se olvida, la política, la familia o cualquier espacio común se vuelven un campo de batalla donde se compite por migajas de razón y cuotas de poder. Nada crece ahí, salvo la hostilidad.
Nos preocupa la discapacidad física, y con razón, pero hay otra más silenciosa: la discapacidad del pensamiento. Es la renuncia colectiva a reflexionar juntos, a poner la razón y la empatía al servicio del bien común. Allí donde se fomenta el conflicto en lugar de la reflexión, el pensamiento se paraliza y la sociedad se empobrece.
Humanizar no es un eslogan, es una práctica diaria. Significa respetar la palabra dada, porque sin confianza ninguna institución se sostiene. Significa recuperar la pausa, porque no todo merece respuesta inmediata. Significa ejercer el disenso responsable, cuestionando ideas sin descalificar identidades. Significa usar la tecnología con propósito, para abrir conversaciones y no para cerrarlas.
Hoy, más que nunca, necesitamos volver al centro de lo humano. Ningún cambio político, económico o tecnológico servirá si seguimos debilitando los vínculos básicos de confianza y respeto. Humanizar es elegir, y esa elección no se hace una vez, sino todos los días.